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sus ojos en
la villa que reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor
a una
sorpresa, apoyados en el grueso tronco de sus lanzas, cuando he
aquí que
algunos aldeanos, resueltos a morir y protegidos por la sombra,
comenzaron
a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya cima tocaron a
punto de la
media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de
poco tiempo:
los centinelas salvaron de un solo salto el valladar que separa
el sueño
de la muerte; el fuego, aplicado con teas de resina al puente y
al
rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a los
muros; y los
escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso
entre las
llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un
abrir y
cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas
de los
enebros, humeaban aún los calcinados escombros de las
desplomadas torres;
y a través de sus anchas brechas, chispeando al herirla la luz
y colgada
de uno de los negros pilares de la sala del festín, era fácil
divisar la
armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y
polvo, yacía
entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas,
confundido con los
de sus oscuros compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los
desiertos
patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las
campanillas
azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales
soplos de
la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los
reptiles,
que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez
en cuando
el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos
huesos de
sus antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún
podía verse
el haz de armas del señor del Segre, colgado del negro pilar de
la sala
del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de
aquel objeto,
causa incesante de hablillas y terrores para los que le miraban
llamear
durante el día, herido por la luz del sol, o creían percibir en
las altas
horas de la noche el metálico son de sus piezas, que chocaban
entre sí
cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la
armadura se
fraguaron, y que en voz baja se repetían unos a otros los
habitantes de
los alrededores, no pasaban de cuentos, y el único más positivo
que de
ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más que
regular,
que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible,
haciendo,
como decirse suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría
perdido. Pero el
diablo, que a lo que parece no se encontraba satisfecho de su
obra, sin
duda con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la
comarca algunas
culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no
pasaron de
un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a
tomar
consistencia y a hacerse de día en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había
podido
observar un extraño fenómeno.
Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas
cuestas del
peñón del Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya
cerniéndose
al parecer en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse
y tornar a
aparecer para alejarse en distintas direcciones, unas luces
misteriosas y
fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el
intervalo de un
mes, y los confusos aldeanos esperaban inquietos el resultado
de aquellos
conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar mucho,
cuando tres o
cuatro alquerías incendiadas, varias reses desaparecidas y los
cadáveres
de algunos caminantes despeñados en los precipicios, pusieron
en alarma a
todo el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se
albergaba en los
subterráneos del castillo.
Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde
en tarde y
en determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a
lo largo
de la ribera, concluyeron por ocupar casi todos los
desfiladeros de las
montañas, emboscarse en los caminos, saquear los valles y
descender como
un torrente a la llanura, donde a éste quiero, a éste no
quiero, no
dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas
desaparecían, y los
niños eran arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de
sus madres,
para servirlos en diabólicos festines, en que, según la
creencia general,
los vasos sagrados sustraídos de las profanadas iglesias
servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado
tal, que al
toque de oraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en
la que no
siempre se creían seguros de los bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál
era el nombre
de su misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían
explicar y que
nadie podía resolver hasta entonces, aunque se observase desde
luego que
la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio que
antes
ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado
que el
capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su frente
cubierto con una
que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de
fantasía con
que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada
tiene en sí
de sobrenatural y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las
ferocidades con que
éstos se distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe
de las
abandonadas armas del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir
por uno de
sus secuaces, prisionero en las últimas refriegas, acabaron de
colmar la
medida, preocupando el ánimo de los más incrédulos. Poco más o
menos, el
contenido de su confusión fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de
mi
juventud, mis locas prodigalidades y mis crímenes por último,
atrajeron
sobre mi cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de mi
padre, que me
desheredó al expirar. Hallándome solo y sin recursos de ninguna
especie,
el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir algunos
jóvenes que
se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales
seducidos
con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y
abundancia, no
vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen
humor,
despreocupados y poco temerosos del peligro, que desde allí en
adelante
vivirían alegremente del producto de su valor y a costa del
país, hasta
tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos
conforme a su
voluntad, según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de
nuestras
expediciones futuras, y escogimos como punto el más a propósito
para
nuestras reuniones el abandonado castillo del Segre, lugar
seguro no tanto
por su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse defendido
contra el
vulgo por las supersticiones y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor
de una
hoguera que iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas
galerías,
trabose una acalorada disputa sobre cual de nosotros había de
ser elegido
jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los
unos
murmuraban entre sí con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con
voces
descompuestas por la embriaguez, habían puesto la mano sobre el
pomo de
sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de repente oímos
un extraño
crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes, que
de cada vez
se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor
una inquieta
mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos
nuestros aceros,
determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por
menos de
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