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nocturnas. Bajaba al patio, silbando bajito para despertar a su compañero. Henri-Maximilien
saltaba por el balcón, aún entorpecido por el sueño profundo de la adolescencia, oliendo a
caballo y a sudor tras las volteretas de la víspera. Mas la esperanza de topar con alguna moza que
se dejara revolcar a orillas del camino o con el vino clarete que bebían a traguitos cortos en la
posada, en compañía de algún carretero, pronto conseguía espabilarlo.
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Los dos amigos se adentraban por tierras de labor, ayudándose uno a otro a saltar las
cunetas, y se dirigían hacia la fogata de un campamento de gitanos o hacia la luz rojiza de una
taberna distante. Al volver, Henri-Maximilien se jactaba de sus hazañas; Zenón callaba las suyas.
La más tonta de aquellas aventuras fue una en que el heredero de los Ligre se introdujo de noche
en la cuadra de un tratante de caballos de Dranoutre y pintó dos yeguas de color de rosa; su
propietario, al día siguiente, las creyó embrujadas. Un buen día se descubrió que Henri-
Maximilien había gastado, en una de aquellas correrías, unos ducados que le había robado al
grueso Juste: medio en broma, medio en serio, padre e hijo llegaron a las manos. Los separaron
igual que se separa a un toro de su torillo cuando se embisten uno a otro en el cercado de una
hacienda.
Pero lo más corriente era que Zenón saliera solo, al alba, con sus tablillas en la mano. Se
alejaba por el campo, a la búsqueda de no se sabe qué clase de conocimientos emanados
directamente de las cosas. No se cansaba de sopesar y estudiar con curiosidad las piedras, cuyos
contornos pulidos o rugosos, y cuyos tonos de herrumbre o de moho nos cuentan una historia,
testimonian de los metales que las formaron, de los fuegos o las aguas que antaño precipitaron su
materia y coagularon su forma. Por debajo de las piedras, se escapaban unos insectos, bichos
extraños de un infierno animal. Sentado en un cerro, miraba cómo ondulaban, bajo el cielo gris,
las llanuras abultadas de cuando en cuando por largas colinas arenosas, y pensaba en tiempos
remotos, cuando el mar ocupaba todos aquellos amplios espacios en donde ahora crecía el trigo,
dejándoles al marchar la conformidad y rúbrica de las olas. Pues todo cambia: la forma del
mundo y las producciones de esa naturaleza que se mueve y cuyos momentos ocupan siglos.
Otras veces, su atención, que se volvía de repente fija y furtiva como la de un cazador, se dirigía
hacia los animales que corren, vuelan y se arrastran en lo profundo de los bosques; se interesaba
por las huellas exactas que dejan tras de sí, por sus períodos de celo, su emparejamiento, su
alimentación, sus señales y sus estratagemas, y por su modo de morir, al ser golpeados con un
palo. Le atraían con simpatía los reptiles calumniados por el miedo o la superstición humana,
fríos, prudentes, medio subterráneos, y que encerraban en cada uno de sus rastreros anillos una
especie de sabiduría mineral.
Una de aquellas tardes, en el momento más ardiente de la canícula, Zenón, seguro de sí
gracias a las instrucciones de Jean Myers, se comprometió a sangrar a un granjero, al que le
había dado una congestión cerebral, en lugar de esperar los socorros inciertos de un barbero. El
canónigo Campanus deploró aquella indecencia. Henri-Juste, echándole leña al fuego, se quejó
amargamente de que los ducados perdidos en sufragar los estudios de su sobrino no iban a servir
más que para que éste acabara con una lanceta y una bacía. El clérigo soportó aquellas
amonestaciones con un silencio preñado de odio. A partir de aquel día, prolongó sus ausencias.
Jacqueline creía en algún amorío con la hija de un granjero.
Una vez cogió pan para varios días y se aventuró hasta los bosques de Houthuist. Aquellos
bosques eran lo que quedaba de las grandes arboledas existentes en tiempos paganos: de sus
hojas caían extraños consejos. Mirando hacia arriba, contemplando desde abajo aquellas
espesuras de verdor y de agujas de pino, Zenón volvía a enfrascarse en especulaciones [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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